Nayaf y Bufa.

Más de treinta iraquíes muertos una de estas madrugadas. Y casi cien heridos. Han sucumbido a la última noche de guerra y destrucción.

El televisor muestra las escenas como si un demente estuviera detrás, componiéndolas, empleando mucha atención en hilvanarlas, cuidando que el mensaje de horror llegue bien a nuestro hipotálamo. Soldados americanos y milicianos iraquíes abrasándose a tiros; escenas de gritos de un combatiente que golpea contra la mugre ensangrentada de una pared la camiseta rojo sangre de un compañero asesinado.

Otra noticia: desesperación-indignación de un millar de manifestantes frente a la entrada de la cárcel de Abu Ghraib en protesta por asuntos de torturas y malos tratos infligidos a prisioneros de guerra. Aún hay más: en Bagdad, cuatro personas han muerto al explotar un vehículo blindado en el centro de la ciudad, donde también ha habido seis muertos en un atentado suicida… De repente, todo cambia; se transforma en milésimas de segundo en un surtido de colores que anuncian que debemos adquirir el no va más de los productos lácteos.

Uno que garantiza a nuestro colon que va a gozar lo suyo refrescándose, tonificándose y haciéndose más turgente y sano. La ráfaga no dura más de cinco segundos, pero ha dejado ante tus ojos una estela de incredulidad que te deja pasmado: ¿será cierto lo que acabo de ver hace seis segundos tan sólo? ¿No me encontraba contemplando imágenes de una guerra? Había cuerpos mutilados por ahí.

Pero si resultaba espantoso… Cuando mi mente empieza a resistirse al acto de abordaje del anuncio lácteo-intestinal, de inmediato se produce otro asalto. Un vehículo a motor de “última generación” refulge ante mis retinas bramando y describiendo curvas a velocidad inusitada, reñida con los esfuerzos de la dirección general de tráfico por atemperar los siniestros en carretera. Velocidad de vértigo, curvas de vértigo, chuleo total para el adquirente de semejante maravilla. Cómprelo, hombre.

Es lo que hace todo el mundo: comprar coches y beber lácteos para cuidar su colon. No se preocupe por las noticias sobre la realidad más cruenta, porque los humanos se aniquilen. Mande a paseo su sensibilidad. Bájese de ese tren y súbase a este otro. Pero no por mucho tiempo. Poco más allá le espera otro vagón y otro más. Ha de ir subiendo y bajando cada dos por tres, muchacho. De lo contrario no estará en la onda, no será capaz de asimilar lo que le demanda la sociedad de la información.

No deja de causarme asombro la mezcolanza de imágenes e informaciones que llegan a los aturdidos ojos y oídos de los telespectadores de hoy en día. Lo mismo da una sesión de políticos increpándose desde sus púlpitos que una de pulpitos en salsa rosa. O las noticias de la prensa rosa llevadas a programas de la tele-corazón interrumpidos cada tres por dos por insultos y destemplanzas de toda índole, que nada tienen que ver con los principios de “lo rosa” si es que hay alguien capaz de definirlos.

Recuerdo que hace décadas (uno ha pasado ya algunas barreras en la vida) podías indignarte ante las noticias televisadas sobre la barbarie humana y reflexionar un poco. Al menos se trataba de una sesión informativa continuada en el tiempo. El tele noticiario acababa y la publicidad comenzaba su perorata con el aluvión característico de imagen y sonido. Sin embargo, aguardaba su turno. Ahora no.

Ahora estás inmerso en las noticias más crudas y de repente surge como por ensalmo un spot publicitario de la manera más incongruente posible con tu estado de ánimo. Ataca tu sensibilidad de una forma que no te deja reaccionar con lógica ante las imágenes que aún están por digerir. Cualquier intento de recuperar el hilo conductor perece vanamente, algo que con el tiempo uno aprende a resolver de forma fría (y esto es escalofriante), asimilando por narices el torrente de lava informativa que arrolla todo a su paso.

Tenemos que adaptarnos a este entorno, ciudadanos, claro que sí. Hemos de colaborar todos y dejarnos llevar por las olas, mecernos en el arrullo mediático, que penetre en nuestros sentidos, que nos ilumine para consumir mucho, más y mejor. Aligeremos el bolsillo y descarguémonos del incómodo libre albedrío, de la iniciativa motivada por juicios de valor, librémonos del corsé carca y degenerado del pensar antes de actuar (qué soso y de mal gusto); miremos el entorno y comprémoslo todo, lo que más envidia dé al vecino, lo más nuevo, rutilante y chulesco. ¡Qué ilusión contemplar la cara de asombro del prójimo ante nuestras novedades recién adquiridas! Qué halago a la vanidad. Y si encima le digo que he reservado un viaje para mis hijos, mi mujer y yo a Cabo Norte… qué vaharada de rabia le llenará las entrañas. . –De modo que el objetivo básico según lo anterior es alimentar el ego y la vanidad hasta que quedemos desprovistos de sentimientos y capacidad de razonar objetivamente ¿no? –inquiere mi conciencia en un alarde de elocuencia–. Algo así ¿verdad?– remata. Hombre pues… no sé que argumentar ante eso. Lo cierto es que… anda, mira lo que están echando por la tele… Si es la última trilogía en DVD de “El infierno de los clones”. La estaba esperando desde hace meses. Voy a … –Ojo con lo que haces, macho.

Que la vida está muy cara y aún estás pagando los plazos del home cinema– advierte mi conciencia en un lejano susurro. De súbito, me doy cuenta de lo cerca que ando del abismo. Miro a través de la ventana y busco sosiego en otras imágenes.

Unos niños juegan a la pelota, saltan y brincan. Ríen y gritan. Son gritos de paz, tranquilizan mi alma. Doy media vuelta y sacudo la cabeza. No te puedes imaginar, conciencia mía, lo difícil que es sustraerse a los medios.

Marcos Manuel Sánchez (Ciudad Real, España, 1961)




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